Niños que sobran
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Niños que sobran
Lo he localizado aqui http://diariodeiqt.wordpress.com/
"Tamara vino al mundo sin que nadie se diera cuenta. Su madre la tuvo mientras trataba de levantar una enorme batea con ropa húmeda. Su cuerpecito cayó sobre el lecho del río y permaneció allí hasta que alguien la escuchó llorar. Sorprendida, la madre la cogió de las manitas y caminó con ella a cuestas hasta la casa.
Sus ocho hermanos formaron un corrillo para observarla. El padre, que reparaba sus redes de pesca en ese momento, también se acercó, hizo un gesto disforzado y luego volvió a su lugar. Su mujer, asumiendo una culpa inmerecida, le miró como pidiendo perdón. Tamara, como casi todos sus hermanos, venía al mundo sin ser deseada.
A pesar de eso tuvo una infancia sin sobresaltos. La madre lavaba ropa a domicilio y el padre desaparecía varios días con su canoa río abajo. Casi fue criada por sus dos hermanos anteriores, al ser los únicos que se quedaban en casa y que no pocos descuidos cometieron en su labor. Una vez por ejemplo casi se ahoga por perseguir a una tortuga, en otra ocasión se intoxicó tomando agua con lejía de una de las bandejas, también rodó muchas veces por la escalera del emponado, en fin, nada de qué preocuparse.
Una mañana de Enero, cuando Tamara tenía siete años y jugaba con la muñeca de trapo que le habían regalado en una chocolatada del barrio, su madre la llamó con voz de mando para presentarle a su madrina: una señora que usaba zapatos de tacón. Tamara miró a esa vieja como si estuviera viendo a un personaje de terror. Ésta le puso una mano en la cabeza y le revolvió los cabellos mientras le mostraba una sonrisa vacía. Luego la tomó de los hombros y la sentó en sus piernas. La niña respondió con monosílabos a sus preguntas zalameras y no veía la hora en que la dejen volver a la ribera para seguir jugando con su muñeca. De pronto, su madre le ordenó que alistara sus cosas porque su madrina la llevaría a vivir a una casa bonita en la que nada le faltará y podrá tener un futuro mejor.
Tamara empezó a llorar, pero una bofetada de esas que te desdibujan el rostro la obligó a obedecer. Cogió sus dos ropitas, su muñeca de trapo y dejó que su madrina se la llevara en medio de los sentidos agradecimientos de su familia por su noble y altruista corazón.
Su nueva casa era bonita, y tenía muchas cosas que ella nunca había imaginado que existían (una cocina eléctrica, por ejemplo) pero su lugar era un cuarto de dos por tres en el patio, al lado de la lavandería. No tenía puerta, sino una cortina sucia y una tarima. Por la noche los zancudos la devoraban viva. Pero total, ya debes estar acostumbrada ¿no?
Como era de esperarse, el futuro mejor que le aguardaba a Tamara era convertirse en la más eficiente sirvienta del mundo. Aprendió a limpiar los baños, a fregar montañas de platos, a encerar pisos y ayudar a la cocinera picando cebollas. La bondadosa madrina vivía con su esposo y su hijo quien, a pesar de tener la misma edad que Tamara, comenzaba a aprender que no todos nacen iguales. No podía usar el baño de la familia. Tenía prohibido abrir la refrigeradora. Comía con la cocinera y era obligada a bañarse desnuda en el patio con una manguera, tal y como bañaban al perro.
Sólo al llegar la noche, Tamara tenía tiempo de mojar la almohada recordando su vida en la ribera. Todavía esperaba que su madre apareciera a rescatarla, después de todo, nunca se había portado mal con ella. ¿Por qué permitía todo esto? ¿Acaso ya no la quería más? Sentirse rechazada por cosas que no comprendía provocaron cambios en su personalidad.
Empezó a dejar de hacer las labores habituales, o a hacerlas mal. Su madrina reaccionó con ternura al comienzo, luego no tanto. Eres una desagradecida. India de porquería. No sabes las oportunidades de salir adelante que tienes aquí. Lo cual no hacía más que volver a la niña más rebelde. Los maltratos físicos llegaron pronto. La filantrópica madrina estaba dispuesta a hacer de ella una mujer de bien. Además, pagar una empleada en estos tiempos era un lujo que no podía permitirse. Varios palos de escoba perecieron bajo sus piernas, sazonados con insultos, coscorrones y bofetadas. Nada dió resultado. La niña se cogía los vueltos de las compras, desaparecía durante horas cuando le enviaban a hacer algo sencillo, y (lo que más molestaba a la doña) se comía los chocolates de la refrigeradora.
Al fin, sus gritos de auxilio dieron resultado. Su madrina cogió las dos ropitas y la muñeca de trapo e inmediatamente viajó a la casa de su madre para devolvérsela, no sin antes alcanzarle un informe detallado de su conducta. Habían pasado dos años y ahora Tamara tenía nueve.
En cuanto la furibunda madrina desapareció del umbral, la niña corrió a los brazos de mamá para fundirse en un enorme abrazo. Pero ella, que estaba embarazada otra vez, la recibió con la paliza más dolorosa que haya sufrido en su vida: repasó su cuerpo con un ramillete de ishanga, una planta que, al contacto con la piel, provoca laceraciones por las espinas que tiene en las hojas y el tallo. Malcriada, haragana, mala hija ¿qué no entiendes que no tenemos plata para criarte?
Tamara terminó de convencerse de que su madre nunca la quiso. Esa noche, luego de lavarse las heridas, volvió a coger sus dos únicas prendas y su muñeca de trapo. Huyó de la casa.
A su corta edad, sola, sin dinero y sin nadie que se interese en buscarla, muy pronto fue reclutada por un señor que le ofreció trabajo a cambio de complacer a unos clientes. Pedro, que así se llamaba su nuevo protector, le explicó que su labor era sencilla: pasear por el bulevar con un cajón de golosinas colgando del cuello, sandalias, un short brevísimo y un polo blanco. Acercarse a los hombres, conversar con ellos con una sonrisa, y si le hacían una proposición de esas que envilecen la esencia humana, llamar a Pedro, que paseaba no muy lejos de allí. Entonces ambos negociaban mientras ella continuaba su camino.
Así transcurrieron varios días en los que Tamara no entendía la naturaleza de su trabajo, pero se sentía bien porque al final de la noche Pedro la llevaba a comer y la alojaba en una quinta cercana, con una cama suave y un televisor.
Lo que no sabía era que Pedro estaba ofertando su virginidad para venderla al mejor postor, y era cuestión de tiempo antes de que logre cerrar un trato.
Ese día fue desolador. Tamara se encontraba viendo Los Picapiedras cuando un señor alto, rubio y con acento extranjero abrió la puerta y se sentó al lado de su cama. Sacó un fajo de billetes, se los dió a Pedro y éste respondió que era toda suya. Y no se preocupe, mister. Puede gritar lo que quiera, nadie la oirá.
El acto se consumó de la manera más repugnante. Tamara sentía lágrimas ardientes que le escapaban del rostro enrojecido por el dolor. A partir de allí se convirtió en la esclava sexual de Pedro, obligándola a atender hasta nueve clientes por día, sometiéndola a toda clase de humillaciones físicas y sicológicas. Ella no era la única menor en aquella quinta, pero sí la que más rentas le había prodigado al subastar su virginidad. Por eso, aunque parezca increíble, no se le ocurrió otra cosa que traer a un enfermero para le cosa nuevamente la vagina y así volverla a subastar.Tamara recuerda con horror los días que tuvo que pasar postrada en la cama de la quinta, con sangrados continuos y dolores insoportables.
Cuando se recuperó la llevaron por los ríos, donde Pedro se encargaba de ofrecerla como si fuera un bocado a algunos turistas que se alojaban en los numerosos albergues de la amazonía. Su trabajo era discreto, pero siempre encontraba demanda. Tamara varias veces intentó escapar. Un día se resistió a que un cliente la poseyera y éste le dio una paliza. Cuesta creer que existan tipos que se ensañen con tanta violencia con una niña. Cuando la dejó privada en la cama, le exigió a Pedro que le devuelva su dinero, cosa que hizo. Al recobrar el sentido, Tamara estaba encerrada en una jaula de loros. Pedro la mantuvo allí por tres días sin alimento como castigo a su rebeldía. A partir de entonces optó por mantenerla drogada cada vez que recibía a sus desquiciados clientes. En ese estado era incapaz de mover un músculo y apenas tenía conciencia de lo que hacían con su cuerpo, su frágil cuerpo de nueve años.
Veintisiete meses de calvario fueron los que tuvo que soportar para que al fin la dejaran libre. Ya Pedro había notado su rápida disminución de peso y sus fiebres prolongadas, e hizo que un médico rural la revisara para descartar una enfermedad contagiosa. Los exámenes arrojaron positivo en SIDA y TBC.
Después de haberse servido de ella durante más de dos años, puso sus cosas en una bolsa y la abandonó en la calle, recostada y drogada en una de las bancas de la plaza San Juan. Tenía once años
Las autoridades se hicieron cargo y al día siguiente la enviaron a una Aldea Infantil. Allí no pudo quedarse mucho tiempo debido a su peligrosa condición. Ya estaba a punto de ser echada nuevamente a la calle cuando una de las trabajadoras se conmovió al escuchar su historia y tuvo el valor de alojarla en su casa. Doña Aura se encargó de velar por ella a cada instante. Le compró ropa y medicinas, la llenó de cariño y le prometió hacerla estudiar. Al principio Tamara desconfiaba, pues le habían defraudado tantas veces, pero con el tiempo se dio cuenta que era la única persona en toda su vida que no le había pedido nada a cambio. Tal vez el amor sí exista.
Pero ni todo ese amor consiguió que Tamara se recuperase. Cuatro años después falleció por complicaciones propias de su enfermedad. Doña Aura, en un torbellino de lágrimas, aún recuerda cuando Tamara se sentaba en sus piernas y le preguntaba ¿Por qué ahora que tengo una madre, que puedo ir a la escuela, debo morir?
Y ella nunca supo qué responder"
"Tamara vino al mundo sin que nadie se diera cuenta. Su madre la tuvo mientras trataba de levantar una enorme batea con ropa húmeda. Su cuerpecito cayó sobre el lecho del río y permaneció allí hasta que alguien la escuchó llorar. Sorprendida, la madre la cogió de las manitas y caminó con ella a cuestas hasta la casa.
Sus ocho hermanos formaron un corrillo para observarla. El padre, que reparaba sus redes de pesca en ese momento, también se acercó, hizo un gesto disforzado y luego volvió a su lugar. Su mujer, asumiendo una culpa inmerecida, le miró como pidiendo perdón. Tamara, como casi todos sus hermanos, venía al mundo sin ser deseada.
A pesar de eso tuvo una infancia sin sobresaltos. La madre lavaba ropa a domicilio y el padre desaparecía varios días con su canoa río abajo. Casi fue criada por sus dos hermanos anteriores, al ser los únicos que se quedaban en casa y que no pocos descuidos cometieron en su labor. Una vez por ejemplo casi se ahoga por perseguir a una tortuga, en otra ocasión se intoxicó tomando agua con lejía de una de las bandejas, también rodó muchas veces por la escalera del emponado, en fin, nada de qué preocuparse.
Una mañana de Enero, cuando Tamara tenía siete años y jugaba con la muñeca de trapo que le habían regalado en una chocolatada del barrio, su madre la llamó con voz de mando para presentarle a su madrina: una señora que usaba zapatos de tacón. Tamara miró a esa vieja como si estuviera viendo a un personaje de terror. Ésta le puso una mano en la cabeza y le revolvió los cabellos mientras le mostraba una sonrisa vacía. Luego la tomó de los hombros y la sentó en sus piernas. La niña respondió con monosílabos a sus preguntas zalameras y no veía la hora en que la dejen volver a la ribera para seguir jugando con su muñeca. De pronto, su madre le ordenó que alistara sus cosas porque su madrina la llevaría a vivir a una casa bonita en la que nada le faltará y podrá tener un futuro mejor.
Tamara empezó a llorar, pero una bofetada de esas que te desdibujan el rostro la obligó a obedecer. Cogió sus dos ropitas, su muñeca de trapo y dejó que su madrina se la llevara en medio de los sentidos agradecimientos de su familia por su noble y altruista corazón.
Su nueva casa era bonita, y tenía muchas cosas que ella nunca había imaginado que existían (una cocina eléctrica, por ejemplo) pero su lugar era un cuarto de dos por tres en el patio, al lado de la lavandería. No tenía puerta, sino una cortina sucia y una tarima. Por la noche los zancudos la devoraban viva. Pero total, ya debes estar acostumbrada ¿no?
Como era de esperarse, el futuro mejor que le aguardaba a Tamara era convertirse en la más eficiente sirvienta del mundo. Aprendió a limpiar los baños, a fregar montañas de platos, a encerar pisos y ayudar a la cocinera picando cebollas. La bondadosa madrina vivía con su esposo y su hijo quien, a pesar de tener la misma edad que Tamara, comenzaba a aprender que no todos nacen iguales. No podía usar el baño de la familia. Tenía prohibido abrir la refrigeradora. Comía con la cocinera y era obligada a bañarse desnuda en el patio con una manguera, tal y como bañaban al perro.
Sólo al llegar la noche, Tamara tenía tiempo de mojar la almohada recordando su vida en la ribera. Todavía esperaba que su madre apareciera a rescatarla, después de todo, nunca se había portado mal con ella. ¿Por qué permitía todo esto? ¿Acaso ya no la quería más? Sentirse rechazada por cosas que no comprendía provocaron cambios en su personalidad.
Empezó a dejar de hacer las labores habituales, o a hacerlas mal. Su madrina reaccionó con ternura al comienzo, luego no tanto. Eres una desagradecida. India de porquería. No sabes las oportunidades de salir adelante que tienes aquí. Lo cual no hacía más que volver a la niña más rebelde. Los maltratos físicos llegaron pronto. La filantrópica madrina estaba dispuesta a hacer de ella una mujer de bien. Además, pagar una empleada en estos tiempos era un lujo que no podía permitirse. Varios palos de escoba perecieron bajo sus piernas, sazonados con insultos, coscorrones y bofetadas. Nada dió resultado. La niña se cogía los vueltos de las compras, desaparecía durante horas cuando le enviaban a hacer algo sencillo, y (lo que más molestaba a la doña) se comía los chocolates de la refrigeradora.
Al fin, sus gritos de auxilio dieron resultado. Su madrina cogió las dos ropitas y la muñeca de trapo e inmediatamente viajó a la casa de su madre para devolvérsela, no sin antes alcanzarle un informe detallado de su conducta. Habían pasado dos años y ahora Tamara tenía nueve.
En cuanto la furibunda madrina desapareció del umbral, la niña corrió a los brazos de mamá para fundirse en un enorme abrazo. Pero ella, que estaba embarazada otra vez, la recibió con la paliza más dolorosa que haya sufrido en su vida: repasó su cuerpo con un ramillete de ishanga, una planta que, al contacto con la piel, provoca laceraciones por las espinas que tiene en las hojas y el tallo. Malcriada, haragana, mala hija ¿qué no entiendes que no tenemos plata para criarte?
Tamara terminó de convencerse de que su madre nunca la quiso. Esa noche, luego de lavarse las heridas, volvió a coger sus dos únicas prendas y su muñeca de trapo. Huyó de la casa.
A su corta edad, sola, sin dinero y sin nadie que se interese en buscarla, muy pronto fue reclutada por un señor que le ofreció trabajo a cambio de complacer a unos clientes. Pedro, que así se llamaba su nuevo protector, le explicó que su labor era sencilla: pasear por el bulevar con un cajón de golosinas colgando del cuello, sandalias, un short brevísimo y un polo blanco. Acercarse a los hombres, conversar con ellos con una sonrisa, y si le hacían una proposición de esas que envilecen la esencia humana, llamar a Pedro, que paseaba no muy lejos de allí. Entonces ambos negociaban mientras ella continuaba su camino.
Así transcurrieron varios días en los que Tamara no entendía la naturaleza de su trabajo, pero se sentía bien porque al final de la noche Pedro la llevaba a comer y la alojaba en una quinta cercana, con una cama suave y un televisor.
Lo que no sabía era que Pedro estaba ofertando su virginidad para venderla al mejor postor, y era cuestión de tiempo antes de que logre cerrar un trato.
Ese día fue desolador. Tamara se encontraba viendo Los Picapiedras cuando un señor alto, rubio y con acento extranjero abrió la puerta y se sentó al lado de su cama. Sacó un fajo de billetes, se los dió a Pedro y éste respondió que era toda suya. Y no se preocupe, mister. Puede gritar lo que quiera, nadie la oirá.
El acto se consumó de la manera más repugnante. Tamara sentía lágrimas ardientes que le escapaban del rostro enrojecido por el dolor. A partir de allí se convirtió en la esclava sexual de Pedro, obligándola a atender hasta nueve clientes por día, sometiéndola a toda clase de humillaciones físicas y sicológicas. Ella no era la única menor en aquella quinta, pero sí la que más rentas le había prodigado al subastar su virginidad. Por eso, aunque parezca increíble, no se le ocurrió otra cosa que traer a un enfermero para le cosa nuevamente la vagina y así volverla a subastar.Tamara recuerda con horror los días que tuvo que pasar postrada en la cama de la quinta, con sangrados continuos y dolores insoportables.
Cuando se recuperó la llevaron por los ríos, donde Pedro se encargaba de ofrecerla como si fuera un bocado a algunos turistas que se alojaban en los numerosos albergues de la amazonía. Su trabajo era discreto, pero siempre encontraba demanda. Tamara varias veces intentó escapar. Un día se resistió a que un cliente la poseyera y éste le dio una paliza. Cuesta creer que existan tipos que se ensañen con tanta violencia con una niña. Cuando la dejó privada en la cama, le exigió a Pedro que le devuelva su dinero, cosa que hizo. Al recobrar el sentido, Tamara estaba encerrada en una jaula de loros. Pedro la mantuvo allí por tres días sin alimento como castigo a su rebeldía. A partir de entonces optó por mantenerla drogada cada vez que recibía a sus desquiciados clientes. En ese estado era incapaz de mover un músculo y apenas tenía conciencia de lo que hacían con su cuerpo, su frágil cuerpo de nueve años.
Veintisiete meses de calvario fueron los que tuvo que soportar para que al fin la dejaran libre. Ya Pedro había notado su rápida disminución de peso y sus fiebres prolongadas, e hizo que un médico rural la revisara para descartar una enfermedad contagiosa. Los exámenes arrojaron positivo en SIDA y TBC.
Después de haberse servido de ella durante más de dos años, puso sus cosas en una bolsa y la abandonó en la calle, recostada y drogada en una de las bancas de la plaza San Juan. Tenía once años
Las autoridades se hicieron cargo y al día siguiente la enviaron a una Aldea Infantil. Allí no pudo quedarse mucho tiempo debido a su peligrosa condición. Ya estaba a punto de ser echada nuevamente a la calle cuando una de las trabajadoras se conmovió al escuchar su historia y tuvo el valor de alojarla en su casa. Doña Aura se encargó de velar por ella a cada instante. Le compró ropa y medicinas, la llenó de cariño y le prometió hacerla estudiar. Al principio Tamara desconfiaba, pues le habían defraudado tantas veces, pero con el tiempo se dio cuenta que era la única persona en toda su vida que no le había pedido nada a cambio. Tal vez el amor sí exista.
Pero ni todo ese amor consiguió que Tamara se recuperase. Cuatro años después falleció por complicaciones propias de su enfermedad. Doña Aura, en un torbellino de lágrimas, aún recuerda cuando Tamara se sentaba en sus piernas y le preguntaba ¿Por qué ahora que tengo una madre, que puedo ir a la escuela, debo morir?
Y ella nunca supo qué responder"
marijuli- MODERADORA
- Cantidad de envíos : 10987
Fecha de inscripción : 28/10/2008
Re: Niños que sobran
Lo peor, como dicen en el blog de donde lo saque, es que esta historia se repite cada dia miles de veces, niños esclavos de la depravacion de algunos con la aquiescencia de casi todos.
marijuli- MODERADORA
- Cantidad de envíos : 10987
Fecha de inscripción : 28/10/2008
Re: Niños que sobran
Impresionante!! Tienes razón sigue pasando a diario. Que mal
bukakera- Recien llegado/a
- Cantidad de envíos : 36
Edad : 44
Fecha de inscripción : 19/01/2011
Re: Niños que sobran
jxxxxx,que pena...nunca llegaré a entender como una madre puede hacer algo asi
alaila- MODERADORA
- Cantidad de envíos : 7121
Edad : 42
Fecha de inscripción : 28/10/2008
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