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Rincón literario

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Mensaje por Divergente Dom Ene 29, 2012 2:19 pm

Abro este hilo aquí, en Ocio y Cultura, no sé si será el lugar correcto o no, si no lo es que la administración lo coloqué donde corresponda.

Mi intención es ir colgando retazos literarios creados por mí, aunque el hilo está pensando para que todos puedan participar con aportes propios.

Comienzo en el relato ¡Quién sabe!


¡Quién sabe!

Reverdecer, reverdecer, eso querría yo, pero los fantasmas del pasado como bobaliconas aunque amenazantes figuras exhiben su mordaz sonrisa y me devuelven a la cruda realidad.

A veces evocaba la melodía triste de una canción cuya letra era un verdadero atentado a su orgullo y entonces comprendía que la vida sólo es de ida, que sólo se vive una vez y que él sólo tenía algo de escarcha en sus manos y miles de proyectos que nunca llegaron a nacer.

¡Ah, cómo recuerdo lo que nunca fue! Todos estos años persiguiendo una quimera absurda y sarcástica. ¿Adónde he llegado? ¿Qué tengo? ¿Qué futuro me espera? ¿Solo? ¿Acompañado? ¿En la terrible mentira de todos los días? ¿Puede alguien vivir de espaldas a su verdad? Y llegados aquí, ¿merece la pena esbozar el croquis de una nueva vida? ¿Merece la pena saltar sin red pese a quien pese?

Entre la gente se difuminaba como una hormiga en la inmensidad de un prado. Y caminaba entre la multitud fijándose en las caras de esos personajes cuyas miradas dejaban entrever las historias cotidianas. Acaso alguna de ellos sería Ella, así, con mayúscula, o no. ¡Quién lo sabe!

Observo a mi niña mientras devora una hamburguesa del Mcdonald de turno en un centro comercial. De vez en cuando apetece engullir un poco de comida basura. No, no está mal guarrear de tanto en tanto. La miro embelesado mientras oigo toda la retahíla de cosas que me cuenta. Admirables son ese afán que pone en cada expresión, su sonrisa y su mirada viva e inquisitiva. ¡Ah, qué preciosa es mi niña! Y qué suerte tengo al deleitarme en la contemplación del ímpetu de la infancia que irradia.

No hacía ni media hora que habían salido del cine. Habían visto una estupenda película que al azar, como suelen suceder las cosas en la vida, habían elegido casi con prisas en la taquilla del cine. Al padre le llamó la atención lo que ponía en la sinopsis: se trataba de un documental sobre el fondo del mar y era el periplo de una tortuga en su transitar por los abismos marinos. Sólo hubo cuatro personas en la sala durante toda la proyección incluyéndose él y su niña. Sin embargo, eso no les importó lo más mínimo. Una vez colocadas sus gafas 3D se sumergieron, nunca mejor dicho, en el maravilloso mundo submarino, lleno de colores y de mil formas de vida.

Mientras mi niña del alma me habla, se sienta, no lejos de nosotros, una mujer madura pero aún joven. No tendrá cuarenta años. Va muy bien vestida, informal pero con clase. Desprende un perfume embriagador pero no molesto, más bien evocador que me llena los pulmones y dispara mi imaginación hasta límites casi ajenos a mi voluntad.
A la par que atiendo a lo que mi hija me dice, disimuladamente miro a la joven. Es bella. Sí, sin duda. Los rizos de su pelo color caoba cubren en parte la hermosura de su óvalo en el que destacan dos mares de color esmeralda que de tanto en tanto y furtivamente se cruzan con los míos. Lo terminan de adornar una nariz proporcionada y una boca pequeña pero de gruesos labios carmesí por la pátina de un pintalabios. Transmite quietud, pero a la vez una melancolía difícilmente explicable. Tal vez en otro tiempo y en otro lugar, ¡quién sabe!

Era frecuente, más de lo debido en él, que en un lugar como aquél, en donde se cruzan mil formas de vida, miles de personas con sus historias, problemas y alegrías semejantes a vehículos en un caótico tránsito, fuese sin saber por qué donde su mente volaba e imaginaba mil casos de vidas cruzadas o paralelas, según quiérase ver. Tal vez albergaba la esperanza de encontrar algo o a alguien, un no sé qué difícilmente definible. ¿Una ilusión? Quizá, pero bendita ilusión. Y es que paradójicamente entre la multitud se acrecienta el sentimiento de soledad, aunque en él era más bien de vacío: un sentimiento parecido a estar viviendo una vida prestada, en cualquier caso, no buscada, no deseada, pero allí estaba.

¿Qué busco en esta joven? Me pregunto mientras mi hija sigue a lo suyo. Bueno, en realidad, se ha, nos hemos, comido la merienda basura del Mcdonald. Así que le digo si quiere un helado de esos cremosos. Siempre me gustaron esos sabrosísimos helados y disfruto con ellos como el niño que nunca, creo, he dejado de ser y que tal vez no quiera dejar de serlo, ¡quién lo sabe!
Me levanto y me dirijo al mostrador a pedir uno para cada uno de nosotros, pero de vuelta a la mesa no puedo evitar mirar a nuestra vecina y en ese momento se cruzan una vez más nuestras miradas. Para mi sorpresa, o quizá no tanto, me regala una sonrisa cómplice o no. El caso es que quiero ver en ella una admiración que acaso no siente la hermosa joven. Sin embargo, he visto esa mirada tantas veces en las mujeres cuando parecen ser poseídas por un embelesamiento mágico al ver a un hombre ser tierno con una criatura. Por ello, quiero adivinar que piensa lo buen padre que parezco ser: dulce, comprensivo y protector. Quizás lo que ella misma añora en su pareja, porque seguro que la tiene. Una belleza así no puede estar sola. No, no señor.

Y en ese preciso instante se dio cuenta de que siempre hacía lo mismo: buscar en la multitud lo que en casa no tenía. Entonces es cuando se disparaban las probabilidades y preguntas que martilleaban su pensamiento. Si la hubiese conocido en otro lugar y en otro tiempo, ¡quién sabe! Así hasta llegar a la tesis absurda, pero lógica por otro lado, de que en ese caso hubiera sido otra persona y otra vida muy distinta la que habría vivido. Y se agudizaba entonces la sensación de que la joven no era feliz, que ella y él eran ángeles sin cielo, caídos de no se sabe dónde y que debieran haberse encontrado porque en el fondo era almas gemelas. Y a modo de resignación se decía: “quizás en mi próxima vida”.
Por ello, como una ráfaga escalofriante o flash terrible le vino a la mente un pensamiento desgraciado y un sentimiento de culpa insoportable se apoderó de él. No, no tenía derecho a esa especie de infidelidad mental hacia su mujer. No, no tenía derecho.


He disfrutado con mi pequeña como un niño. Pero ahora me encuentro mal conmigo mismo. Demonios, ahora es tan doloroso y evidente mi fracaso personal en el que naufrago cada vez que amanece, pues siempre quise ser buzo o astronauta y no dedicar mis días a ser un mediocre profesor rodeado por más de veinte salvajitos que en el fondo me tienen por muy poca cosa. Me hallo perdido, sin rumbo en un océano de incertidumbre, con los pies ante un abismo insondable y sin saber si lo que hago sirve para nada. Fui siempre un espíritu libre, algo huraño –nadie es perfecto–, un hombre de acción: desde pequeño siempre sentí admiración por los piratas de los mares del sur y por su libertad. Y ahora me miro y no me conozco. No puedo evitar un candente pensamiento de rechazo de mí mismo. Siempre abominé de la mediocridad y yo me he convertido en eso: un mediocre sin remedio.

Después de comerse los helados, se marcharon y allí quedó la joven bella, proyecto de una vida ¿feliz? ¡Quién sabe! Recogieron a la hija pequeña que estaba celebrando el cumpleaños de una amiguita no muy lejos de donde había merendado.
Ya en el coche, sus pensamientos se debatían en la omnipresente dicotomía ser-poder ser. Y así llegaron a casa. Cuando entraron por la puerta una poderosa sensación de malestar se apoderó de él. Sin embargo, hizo de tripas corazón y ayudó a las niñas a ducharse y a meterse en la cama. Además alegró sus sueños con bromas y gracias. En el fondo es un payaso compulsivo. El humor es la válvula de escape de nuestras frustraciones las más de las veces.
Para cuando llegó su mujer del trabajo, sus niñas dormían profundamente. La quietud se adueñaba de la casa, el mejor descanso sin duda para el guerrero vencedor del combate diario. Misión cumplida, pero ésa, ésa era otra historia.
Al día siguiente a la deliciosa tarde de cine y merienda con su hija, se dedicó a hacer ejercicio físico como es costumbre. Ya se sabe, la salud es lo primero. Además en la práctica deportiva había algo de misticismo y de reto a la par. Digamos que se sumergía en una suerte de estado cuasi espiritual y de superación personal. Competir contra uno mismo es uno de los combates más productivos y pacíficos. Cuando uno se cuida suele estar más apetecible en todas las dimensiones del ser humano, o no. ¡Quién sabe!
Sí, nuestro amigo suele cuidarse. Es consciente de que ya han pasado los mejores años de su vida, pero no se resigna a ver cómo su cuerpo de cuarenta y tres años se oxida. De hecho, muchas han sido las personas que le han dicho que aparenta diez años menos.


¡Qué exageración! Treinta y tres años me ha echado mi compañera de trabajo. Claro, como mentir es gratis. De todos modos, hace diez años me sentía un viejo de treinta y tres años. Y en algunas cosas para mi desgracia aún me siento tan joven. Esta entrepierna, que jamás tuvo gatillazo y que ya va siendo hora de que duerma el sueño de los justos, es un verdadero quebradero de cabeza y fuente de problemas y fricciones. Pero, claro, al hacer deporte, me siento rejuvenecer. Será cuestión de hacer una vida menos sana a ver.

El caso es que la tarde siguiente a la del cine, hizo el deporte acostumbrado. Llevaba unos días sin afeitarse. Por ello, tras el ejercicio, se duchó, se afeitó y se acicaló pensando en su costilla, la persona que un día se cruzó en su vida de modo fatal o no, ¡quién sabe!
Cuando su mujer llegó, esbozó una sonrisa, mezcla de pasión y de amor. Y él se sintió renacer, como si fuera un árbol en el que de pronto germinaran brotes en mitad del otoño gris y calmo. Creyó ser el hombre que otrora despertase la chispa de la vida en su pareja.


Así, desnudo, como suelo dormir por otro lado, a ver si vas más allá la mirada que me ha dedicado al llegar.
Se abraza a mí, qué bien. Y ha puesto su cálida mano sobre mi trasero. Sabe que me gusta mucho. Sin embargo, se ha embozado en su caliente pijama de invierno. Pero si estamos en septiembre.
Qué gusto aquí los dos abrazados. Le acaricio su espalda. Parece que le gusta. Me ha besado suavemente la mejilla. Yo le correspondo con otro beso, pero ni se inmuta. Se asemeja a un gélido trozo de hielo. ¿Qué he hecho yo ahora? Creo que se ha dormido. No, no se ha dormido: me vuelve a besar, pero es otro casto beso en la mejilla. Y me temo que ha caído de nuevo en un aparente sueño. Esta noche, como tantas y tantas, parece que no va a ser.

Él se giró hacia su lado izquierdo. Ella apenas se inmutó. Aparentemente se hallaba profundamente dormida. Sin embargo, él no lograba conciliar el sueño. Era la enésima vez que ocurría lo de siempre. Ese frecuente rechazo sutil pero frío, el peor de los rechazos sin duda. Si al menos su vida fuera un verdadero infierno y él una mala persona, egoísta y buscador de placer sexual sin más, lo entendería. Pero así, de este modo, la incomprensión y la angustia crecían de manera irremediable. En momentos como esos se retrotraía a historias inventadas por él o leídas, o recreadas a partir de la lectura, aunque esta vez no pudo evitar soñar y evocar aquellos ojos verdes de la joven del día anterior. Y la duda que le comía por dentro: ¿Qué había hecho mal él? ¿A dónde demonios había ido a parar la pasión de ella? ¿La vida de él era en verdad una vida equivocada? ¡Quién sabe!
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Mensaje por Coro Dom Ene 29, 2012 5:56 pm

Muy interesante divergente. Da para reflexionar. Enhorabuena
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Mensaje por vicky Dom Ene 29, 2012 6:01 pm

Sí,estoy de acuerdo Coro...


Te dedicas a escribir? tienes más relatos?
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Mensaje por Divergente Dom Ene 29, 2012 6:07 pm

Vicky, debería escribir más de lo que lo hago (por muchos motivos), pero sí, tengo más relatos que iré colgando.

Gracias, Coro, por tu comentario. Por cierto, ya que los has dicho tú, ¿cuál es tu reflexión al respecto?
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Mensaje por Coro Dom Ene 29, 2012 7:01 pm

La reflexión es a nivel intimista de como a veces nos encontramos atrapados en una vida que quien sabe... si podria haber sido distinta, si lo podriamos haber cambiado. De nuestras frustraciones, miedos y esperanzas. Eso es lo que he reflexionado yo
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Mensaje por Divergente Lun Ene 30, 2012 9:28 pm

VIDAS CRUZADAS


-¡No! ¡No! -exclamó por último el joven, incorporándose colérico en su sitial-. No quiero nada...; es decir, sí quiero; quiero que me dejéis solo... Cántigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y las amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.

Gustavo Adolfo Bécquer, El rayo de luna.


Apenas reparó en ese detalle durante los primeros días de incorporación en su destino laboral definitivo. Pero ahí tenía que estar. Fue algo que comprendió tiempo después.

Y ocurrió, como todas las cosas significativas, por aparente casualidad. Se fijo en un coche anaranjado con el que se cruzó en un punto de su camino al trabajo. Y creyó ver en él a una joven que imaginó atractiva.

Al día siguiente, volvió a buscar el vehículo en el trayecto que recorría hasta su lugar de trabajo. Pero nada. Y al siguiente, tampoco.

Fue al tercer día cuando volvió a coincidir con ella en un punto de su itinerario cotidiano. Ahí estaba. Creyó ver que era rubia, y con el pelo largo. Y se quedó con el número de su matrícula como si eso fuera el único posible lazo que los uniera en el futuro, una pista, una señal para poder encontrarla.

Con el paso de las semanas pudo ser conocedor de la frecuencia en la que coincidirían: los martes y los viernes, a eso de las 9 menos cuarto de la mañana aproximadamente. Y esperaba esos dos días para ver si podía atrapar algún rasgo de su persona, pero la rapidez con que se cruzaban en la carretera hacía imposible esta pretensión, de modo que era su imaginación la que suplía esta carencia de datos. Y sin saber muy bien cómo, fue rellenado todos los huecos de su rostro hasta pulirla a su gusto o al menos como quisiera que fuese. Pasó un año entero, llegó junio y el fin de curso y por espacio de dos meses, no circularía por esa vía. ¿Volvería a verla?

Durante el verano, dedicó algún instante a pensar en ella. La imaginaba en su entorno, dibujaba su fisonomía con la herramienta de su imaginación y se preguntaba dónde estaría y qué estaría haciendo en ese momento.

Paso el verano. Otro curso nuevo. Cuando circulaba por esa carretera se preguntaba por ella, pero llegó el martes y no la vio ni el miércoles y pasó la semana, y nada. Se había evaporado. Es más llegó a pensar que todo había sido fruto de su imaginación. Sin embargo, la semana siguiente, coincidió con ella el lunes y también el jueves. Y esa fue la frecuencia para el nuevo curso. Entonces cayó en la cuenta de que tal vez la primera semana no coincidieron por anomalías en esa regularidad matemática que rigió durante los nueve siguientes. Ya le parecía un personaje familiar, un viejo conocido podríamos decir. Pero a la vez, era una perfecta desconocida de la que sólo sabía el coche que tenía, su marca, color y matrícula, y de ella solo tenía unos volátiles rasgos atrapados al vuelo cada vez que se cruzaban. Es más, le inquietaba un pensamiento: si la viera por la calle, no sería capaz de reconocerla. Todas eran ella y nadie parecía ser. Y otra pregunta le rondaba desde los primeros tiempos: ¿adónde se dirigía esos días a esa hora? ¿Sería ese su horario diario normal? No podría comprobarlo porque su propio calendario profesional se lo impedía. Pero creyó que así sería. Y entonces, como mil veces antes, acudió a su memoria el pensamiento de que desde cuándo estarí allí, cuántas veces antes de reparar en su existencia se habría cruzado con ella. ¿Cuántas? Pero qué más daba. Lo importante era que el día que dejara de cruzarse con ella en ese itinerario, se volvería en una sombra, en vapor, en niebla imposible de darle forma y ponerle rostro en una multitud. Y eso le inquietaba.

Así pasó ese segundo curso. No muy distinto al anterior. Y llegó el verano y su ausencia. Y después septiembre, el mes de el reencuentro por así decir. Y como ocurriera la vez anterior, los primeros días no coincidió con ella. Y pensó: “tal vez no la vuelva a ver porque ya no vuelva a circular por esta vía. Habrá cambiado de trabajo o de destino, quién lo sabe”. Porque en realidad desconocía todo, todo, todo acerca de su vida.

Pero hete aquí que un día vio aparecer a lo lejos el color de un coche que parecía el suyo y así fue. Solo que este año, solo coincidirían un día a la semana: los jueves. Pero más valía eso que nada.

A principios de noviembre del año que está a punto de acabar, él enfermó. Y estuvo de baja unos días. Cuando estuvo bien, se dirigió al centro de salud para recoger su parte de alta y, oh sorpresa, allí estaba aparcado el coche (su lazo de unión con ella) en una de las calles adyacentes. Y el lugar donde se hallaba fue un descubrimiento, y es que creyó saber a qué se dedicaba, porque ató cabos: el horario (siempre se cruzaba con ella un poco antes de las nueve de la mañana) y el lugar próximo a un colegio le hizo pensar, creer que hasta eran colegas. Y descubrió algo más interesante e irónico a la vez: que se habían intercambiado las poblaciones en las que trabajaban. Curioso. Y en su boca se dibujó una sonrisa. ¿Quería decir algo todo aquello? ¿Que sus vidas fueran unas verdaderas vidas cruzadas? Era ella la mujer que siempre imaginó, que siempre estuvo esperando y que nunca había llegado a su vida. Sí, sí, sí, eso pensó. ¿Era, en verdad, su alma gemela? ¿Seguirían siendo sus vidas unas vidas cruzadas pero sin un punto concreto, convergente que les permitiera conocerse y no ser unos extraños en la carretera que solo compartían un segundo en un centímetro de aquélla? Y sobre todo, ¿ella había reparado en la presencia de él? ¿O ni siquiera eso?


PD: Os recomiendo que leáis la leyenda de Bécquer, cuya cita precede mi relato, es decir, El rayo de luna, preciosa joya del el escritor romántico.
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Mensaje por vicky Lun Ene 30, 2012 9:32 pm

Ostras Diver........eres un romántico???????? Shocked


De verdad que aquí sí me has sorprendido.
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Mensaje por Divergente Lun Ene 30, 2012 9:37 pm

Tal vez toda mi decepción radique en eso mismo, Vicky. Por eso, he decidido ponerme una armadura oxidada ya para no poder quitármela si me arrepiento.
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Mensaje por Divergente Mar Ene 31, 2012 1:17 pm

HE OÍDO UN GOLPE

-He oído un golpe. ¡Ay, Dios mío! Se ha matado (Señor, ¿qué le habrá ocurrido? No quiero ver ni pensar cómo estará. Siento que el corazón se eleva a través de mi garganta para expulsarlo, para vomitarlo por la boca, como si toda la angustia del mundo se concentrara en él. Y subo las escaleras eternas, asciendo hacia mi particular infierno. La incertidumbre... el desánimo...).

Y allí está su hija, su hijita, su niña mujer, tendida en el suelo vertiendo incomprensibles palabras, tiritando, con los ojos fijos en el infinito absurdo y emputecido, como metáfora de su estéril vida. La incomprensión y la pena. Mueve sus miembros compulsivamente, brazos y piernas, como si intentara golpear el mismísimo vacío, o la causa de su mal. ¡Quién sabe! Los caminos de Dios son inescrutables. Se está ganando la eternidad y la gloria, el paraíso infinito y total... ¡Ay, ay, es una privilegiada!

Pero ahí está en el suelo, con la treintena de años superada. Yace como un bebé recién parido que como ella no controla sus movimientos corporales, y ciego, como ella, pues sus ojos, su mirada, denotan que no ve. Y balbucea como aquél sonidos entrecortados, incomprensibles.
Se ha destrozado el cráneo. Ese cráneo parece igual al del resto de mortales, pero es un envoltorio vano, inútil, pues detrás de esa película ósea se esconde el abismo, el caos, o lo que es lo mismo, una materia gris de escaso rendimiento. El suelo es un charco de sangre que crece alimentado por la fuente que mana de la cabeza. Se ha manchado la ropa limpia que su madrecita le acababa de poner, no hace más de diez minutos, cuando decidió echar un vistazo a la comida.


-¡Ay, Dios mío, ay, Señor, ay, ay, ay..! ¡Me tiraría de los pelos! ¿Por qué, Señor, por qué? ¿No tiene ya bastante con ser como es? ¿También esto? ¿También he de ser su sombra? Ay, hija mía, ¿dónde llevas la herida? ¡Señor, Señor...! –y llora, gime, con la impotencia en los dientes y con un nudo de ponzoña en el estómago. Se siente morir-. Ojalá fuese así –piensa-, pero mi hija primero. No quiero que se quede aquí en este cochino mundo. ¡Qué iba a ser de ella! El caso..., el caso es... que por ley de vida yo me moriré primero. Sólo te pido, Dios mío, que te la lleves antes que a mí, por favor, aunque se me parta el alma cuando la vea echada dentro de la mortaja. ¡Qué culpa tienen mis otros hijos! ¡Bastante amargura han visto!

Sí, ¡a buen árbol se arrima...! ¡Pídele peras al olmo...!
Una de tantas, otra más y a quién le importa. Su neurólogo no ha podido encontrar la causa, la clave, el remedio. Y experimenta, y experimenta...


-Rosa, han sacado un nuevo medicamento. El problema..., bueno, los problemas son dos: uno, que hay que importarlo de América, y otro, que tiene algunos efectos secundarios. Bueno..., usted ya me entiende...

-Don Francisco, miedo tengo porque cuando conseguimos que alguno haga efecto, se pone disparatada. Nos chilla, nos habla mal. No se imagina..., nos dice los insultos más horribles que se pueda imaginar: “¡Hijos de perra! ¡Os vais al infierno! Anda.., hijo de pxxxx”, les dice a su padre y a su hermano.

-Es normal esa reacción... Si yo le contara los casos en que...

-Y lo peor..., lo peor es que nos pega. Algún día tiene que pasar una desgracia muy grande: nos ha de dar un mal golpe. Y... no quiero ni pensar...

-¡Tranquilícese! Mire, vamos a probar este nuevo tratamiento. Nada perdemos...

-Y mientras, ¿si se cae...en una...en una de esas malditas ausencias...?

-Ya les he dicho que existen unos cascos a modo de las chichoneras de los ciclistas...

“¡En los huevos se podría poner el médico el casco! ¡Vaya solución! ¡Mi hija con casco como un astronauta! Lo que tiene que hacer este médico es encontrar el remedio, la solución. Con decir que su epilepsia es uno de los casos rebeldes que está tratando... ¡Ya está bien! ¡Ya son años!. Si él fuera su padre como yo, ya veríamos si le ponía a su hija un casco o la llevaba a donde fuera menester. ¡Menuda solución! ¡Venga medicamentos! ¡Venga pruebas y tanta mierda para nada! Que si escáner, que si... Y quiere operarla. ¡Ni hablar! ¡A mi hija no le abren la tapa de los sesos! ¿Y si la dejan como a un vegetal? ¡Con la suerte que ha tenido en esta pvta vida!”
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Mensaje por Divergente Mar Ene 31, 2012 1:19 pm

II.

Era una tarde limpia, clara y soleada. Aunque era primavera, ya hacía calor. Nos encontrábamos en los últimos días de mayo. Entonces tenía ocho años. Fue la primera vez, aquella maldita primera vez.

-¡Mamá, una avispa!

-¿Dónde, hija mía? ¡Yo no la veo!

-¡Mamá allí, que me pica!

Lo recuerdo muy bien, demasiado bien. La memoria, mi memoria, se queda con lo que siento de modo insufriblemente triste. Nos encontrábamos en la terraza. Ella jugaba junto a la pila de lavar cuando dijo ver lo que creía. Su color de cara cambió. Se puso pálida, mustia, como una flor. Sus labios adquirieron un color amoratado. Empezó a sudar un sudor frío, como si fuera el simbólico preludio de ese infierno, de ese invierno que en los años sucesivos le tocaría pasar, y que le helaría su débil corazón, su alma de niña; como si fuera preludio de ese calvario semejante al de Cristo aunque éste sólo pasó unas horas de suplicio.

Se mareaba. Mi madre y mi abuela acudieron rápidamente a cogerla. Maldita tarde de primavera que violó la candidez de aquella niña eterna, de aquella espina que se clavó un día en el corazón de todos los que con ella convivimos. Maldita primavera, la odio; sólo me trae malos recuerdos y horribles presagios.


Un golpe seco, angustioso y recurrente se oyó en el baño.

-¡Dios! ¡Hija! ¡Ay, ay, ay...!

Allí estaba de bruces contra el frío suelo de terrazo. Mi hermana había caído como un saco de piedras, inerme, muerta, desde la taza del inodoro. Los dientes, dos (probablemente a su madrecita le vino a la memoria el recuerdo de los primeros dientes de leche que le cayeron a su niñita del alma con la esperanza y la ilusión puesta en los nuevos. Alegrías de madre. Bellos retazos de pasado en medio de la mierda), estaban en el suelo. Sangraba abundantemente por la boca. De hecho, había un charco de sangre en el suelo. La desesperación, la impotencia, abrasaban como alfileres incandescentes clavados en la médula, como gritos de silencio insoportable y, paradójicamente, ensordecedor, retumbando en nuestros cerebros. Otra vez, otra vez, otra vez... Con casi treinta años y arrastrándose como una culebra, pagando deudas, expiando culpas de ¿vidas anteriores? ¡Qué absurdo si así fuera! Con casi treinta años y con dientes de menos, además esas piezas que tanto deforman la imagen de una persona. Y los hijos de otros estudiando, formándose para la vida, para independizarse. Bellos, enteros, con dientes y con sus cinco sentidos. Ay...

“No la puedo dejar ni un segundo sola. Si estoy en la cocina haciendo de comer, sufro porque no sé si se ha despertado ya y se levanta para ir a algún lado. ¡Es una inconsciente! Si he de salir un momento a comprar algo, ¿cómo la dejo sola?”

Estoy en casa. Mis dos niñas, de tres y un año, están conmigo. Juegan cándidamente. Afuera un puñado de demonios sin forma y nebulosos acechan. El Mal en sentido amplio. La fuerza primera del mundo sin duda teje la horrible tela de araña universal, que todos con mejor o peor suerte hemos de sortear, de eludir. A veces pienso, loca ilusión, que soy el manto imperceptible pero protector que vela sus vidas. ¡Qué ignorante! Lo cierto es que ahí están, son una realidad tan palpable, tan ilusionante, tan amada. Porque amor es la palabra que mejor las define. Y como el amor es un poliedro infinito con mil aristas y lados, que vive una metamorfosis permanente, se transforma en protección del padre al hijo, del hermano mayor al menor, de la sangre común que corre por nuestras venas transmitiendo el sentido y el dolor, y que forma una suerte de cuerpo que va más allá de los individuos. Mirando a mis hijas pienso si a mi hermana, la eterna niña, la niña perpetua de perpetuo sufrimiento, le ha ocurrido algo; si en el segundo anterior se ha caído de bruces contra el suelo y se ha roto nuevamente el alma; si se ha precipitado escaleras abajo en una de esas putas ausencias, que técnicamente describe su médico; o si... qué sé yo, ni pensarlo quiero.

Y mirando a mis niñas pienso en la angustia, en la desesperación, en la incertidumbre que debieron de sentir, que aún sienten, mis padres al contemplar a su hija. Qué angustia es pensar que un ser engendrado por ti, más aun, que se ha alimentado de tu cuerpo día a día, de tu sangre, que lo has sentido crecer, hacerse grande en tus entrañas, moverse, que en noches eternas de luna llena te has despertado y acariciado tu tripa, y has sentido su presencia dentro y fuera de ti con tus manos, extensión de tu pulso, termómetro de vibraciones; que en noches eternas de luna llena te has despertado y visto a tu esposa, más bella que nunca porque no hay nada tan hermoso como una hembra embarazada, y has pasado furtivamente tus toscas manos de hombre sobre su abdomen y cerrado los ojos imaginando ese tierno cuerpecito, ese ser tan querido, esa prolongación de ti mismo, infiltrado en el interior del cuerpo que más amas, usurpando sus entrañas, devorándola día a día, noche a noche, y creciendo, construyendo sus huesos, su carne, sus miembros, todo, qué angustia, qué desesperación, qué incertidumbre es pensar que ese ser que se está edificando, nunca podrá valerse por sí mismo, nunca será adulto y además llevará por compañía perenne un negro ángel de la guarda, de noche y de día, un ángel demonio de sus días y sus largas pausas nocturnas, de sus pequeñas muertas diarias. Porque para ella como niña permanente y, por tanto, como para todos los niños, la noche será una porción de muerte cotidiana, un espantapájaros que quebrantará su dulces sueños de querubín con horribles y oscuras pesadillas. Y ese ángel negro, ese despiadado ser al más mínimo descuido ¡zas! aprovechará para hacerle una jugada pavorosa, cruel, sin compasión. Entonces piensas (lo sé, juro que lo sé) que eres el culpable por engendrar y la culpable por gestar, y el peso del mundo cae sobre tus sienes, que bombean una negra y maloliente sangre, que nubla tu vista y tu esperanza. Y tus dientes te duelen a rabiar y no sabes qué hacer porque la luz se desvanece entre tinieblas, el mundo se mueve y pierdes el norte, los puntos de referencia, los detalles más nimios, porque la desesperación es un estado de locura permanente.
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Mensaje por Divergente Miér Feb 01, 2012 9:51 pm

III.

Lo recuerdo muy bien. Hará unos catorce años, aproximadamente. Fue horrible. Demoníaco. No exagero un ápice. Fueron tres días de posesión diabólica. Un ‘finde’ (como dicen estúpidamente algunas personas) para olvidar. Pero precisamente las cosas que son para olvidar son las que permanecen grabadas en nuestra memoria porque probablemente en su día supusieron una frustración, un disgusto o un mal trago difícil de superar. Por eso quizás yo ni olvido ni perdono, además soy de la opinión de que quien no olvida en el fondo no perdona.

Lo recuerdo muy bien. Todo empezó el viernes por la mañana. En aquel tiempo estudiaba fuera, así que me ausenté de casa temprano como de costumbre. Pero luego supe todo y viví el resto de horas hasta el bendito lunes en que la tempestad amainó. Fue horrible y difícil de creer. En verdad nadie que no presenciara aquellos hechos podría hacerlo. Lo cierto es que mi hermana estaba como poseída. Yo no creo en nada. Mi filosofía ante la vida es de un total agnosticismo, pero desde aquel día dudo de la existencia del diablo, hasta ese día estaba seguro de que no existía.

Parecía como poseída; maldecía, blasfemaba, berreaba, lanzaba imprecaciones que no quiero reproducir. Si nos aproximábamos para intentar calmarla nos pegaba sin compasión. Incluso con personas con las que tenía menos confianza también actuaba así, ya que normalmente en ocasiones anteriores en las que se ponía algo violenta con gente menos allegada se frenaba en sus ímpetus agresivos. De hecho, la que hoy es mi mujer se llevó algún que otro golpe ese maldito (nunca mejor dicho) fin de semana, al intentar tranquilizarla en repetidas ocasiones. Nada valía, nada servía. Estaba totalmente desconocida. Sus ojos transmitían toda la inquietud del mundo: era una mirada que te helaba por dentro desde los dientes hasta el hígado. No era ella, no podía ser ella. No se parecía a sí misma ni física ni mentalmente. Aún hoy siento como un escalofrío que recorre mi cuerpo al recordarla en aquellos momentos, aún hoy dudo si era o no ella.

Excepción hecha de las pocas horas que logró conciliar el sueño tras inyectarle tranquilizantes el médico de guardia, no durmió casi nada en más de cuarenta y ocho horas. En realidad no pudimos dormir nadie ese fin de semana. Gritaba noche y día. Además, con todo el dolor de nuestra alma, tuvimos que atarla a la cama para evitar que lo destrozara todo o, lo que era peor todavía, que se hiciera daño ella misma. Estábamos desconsolados y desorientados. No sabíamos qué hacer, para qué llamar de nuevo al servicio de urgencias.

“Ha sido una crisis. Es normal. Algunos epilépticos tienen estos comportamientos. Claro..., todo ha sido motivado por el nuevo tratamiento, de modo que retírenselo y que vuelva al anterior”.

Solución salomónica. Pero mi hermana y todos los miembros de nuestra maltrecha familia pasamos un horrible (en sentido literal) fin de semana, cuya solución ‘a posteriori’, es obvio, y como siempre, pasaba por volver al inoperante tratamiento anterior. Era como si el sediento, el destrozado físicamente, con los pies sangrantes y quemados por la ardiente y reseca arena, tuviera que volver sobre sus pasos en medio del insondable desierto. La vida es bella.


-¡Hola, mamá!

-¿Qué tal, hijo? ¿Cómo ha ido el viaje de vuelta y la semana de trabajo?

-Bien, como siempre... De fin de semana... aunque más cerca está el lunes.

-Tu hermana aún está acostada. Hoy no ha consentido levantarse en todo el día. Está en ayunas, con las tristes pastillas en su cuerpo solamente. ¡Yo no sé qué va a ser de ella! –intuyo, es obvio hasta para un hombre, en los ojos de mi madre la desesperación y la angustia más grandes. Y un vacío, que no sé muy bien describir, desde mi corazón fluye, como el río que nos lleva y la atracción que en ocasiones nos arrastra, hacia mi boca buscando una salida, un rayo de luz y de esperanza. Me duele la angustia de mi madre en el alma. Es como si el aliento, mi aliento, fuese el puro dolor. La impotencia que siento es tan grande que prefiero no pensar, no decir, callar y llorar por dentro. Esta impotencia sí que duele de veras, me río de la otra que parece hasta banal, de hecho es vanidosa y muy masculina-. Hola, reina mía –y mi madre cambia la expresión resignada y contrariada de sus ojos. Supera esa angustia. Se ilumina su mirada y llena de alegría cuando se dirige a mi hija mayor, de tres años. Tal vez ella compense la herida de su hijita-. Anda, corre –le dice-, sube a la habitación a ver a tu tía. ¡A lo mejor a ti te hace caso y se levanta! ¡Anda, mi cielo!

Son las cinco y cuarto de la tarde de un viernes cualquiera. Mi hija asciende por las escaleras más rápido que yo. Me hago viejo. Ella quedará cuando me vaya. Será mi prolongación en este mundo. Espero que para entonces, ¡hiriente y vana ilusión!, me odie o al menos me haya dejado ya en un segundo plano para que la despedida no le produzca dolor. Lo cierto es que ya estamos arriba; abre la puerta que da al pasillo de los dormitorios, da tres o cuatro pasos hasta la puerta del cuarto de su tía y la abre a su vez con la ilusión y el ímpetu que solo he visto en los niños.

-¡Hola, Rosi, soy tu sobrina, Nieves! ¿Por qué no te levantas?

-¡Nieves! –su tía con su sonrisa enorme y como si hiciera siglos que no la ve, la abraza fuertemente como pidiendo, rogando, suplicando que le transmita un poco de eso que no cuesta dinero: cariño y esperanza, tal vez su curación, su redención. Tengo la impresión, y creo no equivocarme, aunque para esto los hombres no somos muy hábiles, de que cuando mi hermana abraza a mi hija, le va la vida en ello.

Es curioso: mi hija y su tía, a pesar de que entre ambas suman casi cuarenta años, forman una insólita pareja infantil, en la que la más niña es la mayor, la tía. Lo cierto es que se compenetran muy bien y se quieren. Mi hija la respeta muchísimo. Es más, cuando la reprende en su limitada lucidez por algo, lo siente mucho más que cuando lo hacemos sus padres.

Es la ilusión de sus días. La alegría que se posa en sus labios en forma de sonrisa. Esa sonrisa de niña eterna, de niña perpetua, como las nieves de las cimas más elevadas. Las miro y me emociono porque pienso en las cosas que mi hermana se ha perdido y que nunca tendrá. ¡Cuántas veces imagino cómo sería si fuese normal! Probablemente estaría casada y tal vez hasta con hijos. Pero la realidad va por otro rumbo. Yo diría que es un barco en mitad de la tempestad permanente con momentos malos y con momentos peores, nunca buenos.

-¿Qué le pasa a Rosi? –dice mi hija. Le ha dado una de esas multimani-festaciones de las que habla su médico. Mueve, mejor agita, incontroladamente sus brazos y piernas. Balbucea cosas sin sentido. Tiene la mirada perdida y cuando remite esta crisis, que no dura más de treinta segundos (treinta segundos de eternidad infame, de angustia interminable, de averno insondable) hasta babea.
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Mensaje por Lilú Miér Feb 01, 2012 10:36 pm

¡Que maravilla y asi da gusto estar en un foro, jopetas!
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Mensaje por Divergente Miér Feb 01, 2012 10:45 pm

Gracias, Lilú. Mil gracias.
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Mensaje por Divergente Vie Feb 03, 2012 8:20 pm

IV.

Invierno de 1969. Hace frío, mucho frío. En casa se encuentra mi padre en cama, parece que tiene un fuerte y virulenta gripe. En la misma habitación, se halla en su cuna mi hermana. Tiene catorce meses. Es una niña encantadora, alegre, simpática. Su pelo es rizado –precisamente mi hija pequeña tiene ahora su misma edad y curiosamente su mismo pelo. Yo le veo hasta parecido en su fisonomía-. Según dice mi madre, de los tres hermanos fue la que menos problemas dio en el parto. Su nacimiento fue rápido y con poco dolor –sobre todo para los que no parimos-. ¡Irónico alumbramiento! Engañoso al menos pues da la impresión, al conocer el resto de la historia, de que la vida hubiera intentado disimular, esconder, el sufrimiento posterior.

Ese mismo día por la mañana ha sido vacunada contra la meningitis. Lo cierto es que este hecho fue cubierto por el polvo del olvido durante mucho tiempo hasta no hace muchos años. En cualquier caso, la niña va adquiriendo una tonalidad azul –¡ay, el azul, el color de la tristeza! ¡cómo te detesto!- hasta llegar a morada. El desconcierto en mis padres es mayúsculo. Sin saber qué hacer, adónde ir. Al cabo de un tiempo parece que remiten los síntomas. Todo ha pasado, todo ha terminado, aunque en realidad, en ese momento no se ve así, claro, todo o nada acaba de comenzar. El calvario que se dilatará hasta nuestros días. ¡Ay, quién iba a imaginar...!

Ya no fue la misma niña. Dejó de andar, perdió esa sonrisa omnipresente y el habla, ese rayo de luz que nos anuncia el segundo y más importante nacimiento: el parto al mundo de las palabras, al lenguaje, a ese don que nos hace humanos. El alumbramiento al mundo de lo nombrado fue abortado de modo despiadado e injusto. Tardó en volver a andar casi un año. Devino miedosa como son los infantes ya que en realidad viven en el mundo de las tinieblas, en ese particular limbo de pánico y de incomprensión, por eso piden el rescate sensual, esa mano cálida que meza sus cabellos, sus sueños, y que fecunde sus anhelos. No lo saben, pero son criaturas de papel, planas y desdichadamente dependientes de seres ¿racionales? Según dice mi madre, lloraba por cualquier cosa. Tal vez aquel llanto quisiera decir: “Dios, aparta de mi este cáliz... No quiero su inquisición. Yo no pedí esto: vivir entre sombras, no saber discernir lo esencial y ser... ¡ay, ser un infante sempiterno! Dios, ¿por qué yo?” pregunta que cayó, cae y caerá por siempre jamás al pozo del abismo más insondable. Ya no fue la misma niña.


Hace unos años dieron una noticia a través de los medios de comunicación (televisión y radio) que se trocó en algo parecido a llover sobre mojado. Parece ser que una partida de vacunas defectuosas para meningitis suministradas en el año 1969, podría ser la causa de daños irreparables en los niños a los que habían sido administradas.

Desde entonces, un duende inquietante y burlón deambula de modo intermitente y esporádico por las galerías de sus cerebros.¡Cuántas veces la duda ha invadido el espíritu de su madrecita! Esa duda que va royendo día a día su corazón y que va aguando sus sesos hasta convertirla, esa duda, en fuego, en inquietud, en desasosiego. Ella se autoconvence: “mi niña era normal. Todas las pruebas que habitualmente se les hacen a los niños al nacer fueron óptimas, pero...,¡oh Dios!, cambió a raíz de aquella noche, aquella maldita noche de insomnios y pesadillas, de fiebres y arena en la boca, como el pasto a finales de verano, de sequedad y agonía”.

Pero lo más irónico es que a día de hoy no se le ha detectado la posible, la hipotética, lesión cerebral a través de tantas y tantas pruebas por las que la criatura ha pasado. Tampoco ha sido posible determinar, lógicamente, si es congénita o no.
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Mensaje por Divergente Sáb Feb 04, 2012 11:35 am

V.

Hoy he ido a casa, a ver a mis padres. Mi hermana lleva una nueva herida en su cabeza, que ha de ser algo así como un colador, mas de materia viva. Una nueva y futura cicatriz, otra huella de guerra de la suya particular contra su propia vida, contra su propia enfermedad, contra su propia suerte. Se cayó esta mañana cuando fue al baño a orinar. ¡Qué rápido y perverso es el pensamiento! Recuerdo el nacimiento de mi hija mayor (bueno en realidad de las dos) como uno de los momentos más bellos, más agradables y gratificantes de toda mi vida. Recuerdo el cúmulo de sensaciones que se produjeron en mi interior cuando la vi salir de las entrañas de su madre. Nunca he soportado la sangre; sin embargo, no me impresionó el parto, fue hermoso como no soy capaz de describir. Una mezcla de júbilo y pena, de ganas de llorar de alegría o de romper a llorar sin más explicación. Se produjo dentro de mí como un torbellino que incitaba a la locura, a la sinrazón. ¡Momentos extáticos que nos depara la vida! Y lo recuerdo en este punto porque nunca, como he manifestado, he soportado la sangre. Tan sólo en contadas ocasiones. Como cuando mi hermana se abrió la cabeza igual que una sandía (como hoy) y tuve que acompañarla para que la curasen. Ya en el centro de salud, contemplé estoicamente cómo le cosían, le hilvanaban, los tejidos externos, la piel, intentando borrar con esas bordaduras superficiales la profundidad de sus heridas, que no sólo eran físicas y dolorosas, sino también inasibles, pues eran morales y consiguientemente lastimosas.

Lloró mi hija con un gemido que me desgarró las entrañas y que puso del revés, que vertió, mi corazón al mundo, como un niño albino al sol del verano en una playa olvidada. Sin embargo, era agradable. ¡Qué distinto de los quejidos de mi hermana cuando la aguja perforaba su débil y lacerada piel! ¡Y es que la memoria actúa por asociación! ¡Cuántas veces desearía que no fuera así!

-¡Mira que se lo tengo dicho! -decía mi madre a modo de lamento resignado- Pero... ¡No hay manera! No entiende. Por más que insistas... ¡Y mira que le han pasado cosas! Pero no tiene miedo. No es consciente. Es que ha ido a peor..

Es cierto. Cuando éramos pequeños, a pesar de su discapacidad psíquica, de su subnormalidad (sí, así, como suena, porque en esta pvta sociedad nos gusta adornar lo hiriente, lo feo, con bellos adjetivos y eufemismos. No es políticamente correcto llamar a las cosas por su nombre cuando, intuyo, hiere más tapar la verdad con ornamentos vanos y lisonjeros que reconocer las cosas en su lado crudo pero evidente y, sobre todo, real) podía llevar, de hecho llevaba una vida paradójicamente más normal. Jugábamos juntos a menudo. Entendía yo sus contradicciones y expresiones sin sentido como normas del juego, pero la veía feliz, riendo, moviéndose, viviendo... Pero cambió. A los ocho años se manifestó una dolencia acaso (sin el acaso) peor, mucho peor que su subnormalidad: la epilepsia. ¡Ocho años! ¡Maldito número! Siempre fue mi preferido hasta que he descubierto su relación con todo lo malo que me rodea.

Parece que ese Infinito (ocho horizontal) Ser de Amor no tenía suficiente con regalarle un cerebro oxidado. Como era Infinito también era extremadamente Magnánimo y le regaló una bella dolencia para matarla en vida y revivirla con su muerte en su paraíso creado por la mente enferma y débil de los seres ¿humanos?.

Ha ido perdiendo dientes. Probablemente tenga daños irreversibles en su organismo a causa de la continuada y agresiva medicación de su contrariado y aturdido médico. Pero además va en silla de ruedas. El caminar del cangrejo, siempre como las ratas, hacia atrás. Son seres pensados, ideados, creados para sufrir, para vivir con la cabeza mirando al suelo, arrastrando la lengua por la mugrienta tierra, provistos de buenos dientes para morder el polvo. Son seres miserables, que, no se sabe por qué, no les es permitido tener la misma dignidad que el resto.

Mi hermana de niña, a los doce años, montaba en bicicleta. Ahora cabalga sobre cuatro ruedas –aunque sería mejor decir que la arrastran sobre cuatro esferas de angustia e impotencia-. Un día vino como un “ecce homo”. Mientras montaba en bicicleta, había tenido una ausencia de, pongamos, un segundo y se había crucificado al caer contra una alambrada de espinos, como la corona de Cristo, IVDEORVM REX. ¡Qué suerte! ¡Qué pvta suerte! LVPA ALEA!

Dice un refrán que “a perro flaco todo son pulgas”, pues en mi hermana se juntaron el hambre con las ganas de comer. De tantas caídas como ha sufrido, se ha machacado literalmente las rodillas y tobillos, y su corto entendimiento ha imposibilitado su rehabilitación mediante ejercicio o su operación y posterior recuperación también a través de gimnasia. Lo cierto es que ahí está, en silla de ruedas. La oxidación continúa. Su cuerpo se va atrofiando día tras día. De verdad que parece una flor marchitándose segundo a segundo, minuto a minuto, hora a hora, día a día... Y la vida no cambia, no hay segundas oportunidades. El viaje es de ida. La arena es capaz de ahogarte si te sepulta, pero se te escapa de las manos si la quieres retener. A veces pienso que la vida es como una mujer a la que crees poseer mas la poseedora es ella, como el viento que no es de nadie o el agua. Somos de ellos, de los elementos del mundo, de la vida, de las mujeres. La vida y las jodidas circunstancias te encasillan y te conducen por el sangrante pasillo hacia la plaza de tortura como un bravo toro, cuya fuerza es su condena.
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Mensaje por Divergente Dom Feb 05, 2012 11:31 am

VI.

Mi hermana estuvo escolarizada. Sí, señor. Mis padres, en aquellos años en los que hablar de educación especial era casi ciencia-ficción, se preocuparon de recorrer cielo y tierra hasta dar con un colegio. Claro, el vacío en tal tipo de educación era tan grande que lo mejor que pudieron encontrar fue un colegio para sordomudos. Estuvo poco tiempo, pues, ¡oh milagro!, a pocos quilómetros de casa encontraron un centro integrado en un colegio “normal” para niños “especiales”.

Era un experimento, pero con personas, sí, aunque para algunos no lo sean o no lo parezcan al menos. Las mentes bien pensantes (¡Dios –es una expresión- nos libre de ellas!) creyeron (creen hoy en día) que este tipo de niños (los subnormales) habían de integrarse. No era bueno, no, crear centros segregados (¡qué palabra más amada por estas mentes ultrafuturas!), craso error, pues había que fomentar la igualdad, la normalidad, como si eso fuera potestad suya. Se creían dioses con poder para modificar las leyes de la naturaleza. Se hallaban por encima del bien y del mal. Aludían a la siempre utópica igualdad, que es mucho más cruel, mucho más falsa por engañosa. Digo yo, pobre mortal, accidente pasajero entre dos nadas, que si existen dos seres humanos iguales. Sospecho que no. Pero ya sabemos de los bien pensantes. El caso es que allí, en ese colegio de conejillos de indias bípedos y homínidos, estas criaturas tan a su pesar distintas, eran vilipendiadas, insultadas, señaladas con el dedo por su “manifiesta” inferioridad, segregadas en definitiva en su propio centro escolar. ¡Qué ironía! ¡Bendita ocurrencia! No se dan cuenta de que la crueldad es excelsa en la niñez. No hay nada tan sincero y a la vez tan hiriente como un niño, que no piensa en el daño sino en exteriorizar lo que siente. Los bien pensantes no saben que el ser humano es cruel por naturaleza como los animales y eso es lo que nos mata: nuestro lado animal, nuestra faz oscura como el lado de la Luna que no se ve y que a día de hoy sigue siendo un misterio para ¿casi? todos los seres humanos. Mientras no eduquemos, domemos, eliminemos, este componente, no convienen ciertos experimentos.

Y así fueron haciendo la travesía del desierto mi hermana y mi padre, el mejor padre del mundo sin duda, que se desvivió por ella y por todos nosotros (que se desvive). Se convirtió en el taxista que llevaba a su hijita por los distintos centros de la provincia.

Hasta que abrieron uno en nuestra localidad. Aún estuvo allí unos años. Pero, como la epilepsia, esa “bicha” deforme e informe iba creciendo, nutriéndose a costa de la escasa salud de mi hermana, forzó la dolorosa decisión de que no fuera más, ya que temíamos todos en sentido literal por la integridad física toda vez que el cuerpo docente, como es lógico suponer, no podía convertirse en su ángel de la guarda o en lo más parecido a su sombra. Dolorosa decisión, repito, porque sabíamos que le estábamos arrancando su ilusión, su única ilusión, su estímulo para levantarse todos los días. Además predecíamos, como así el tiempo ha confirmado, que sería un retroceso en todos los aspectos. Mi hermana está mucho más torpe ahora que cuando asistía al colegio. Comprende cada vez peor, cada vez está más encerrada en sí misma. Esta marchita flor, además de ir palideciendo poco a poco, de ir difuminándose hasta que un día sea el mismo color blanco como el de la pureza pero también como el de la muerte, se está cerrando en un proceso involutivo de flor a capullo. A veces es capaz de estar horas sin pronunciar una sola palabra. En esos momentos pienso que se da cuenta de lo que le ocurre. Estoy seguro de que sabe que ella no es como los demás, y eso debe ser horrible: saber, conocer la miseria en la que vives y lo que te espera. Incluso sé, apostaría mi brazo derecho, que es consciente de su otra dolencia (la epilepsia) y aunque ocasionalmente sea inconsciente, sabe que corre peligro de romperse como una jarra de cristal en cualquier momento si una ausencia cruel y despiadada le sorprende de pie. Cuando me pongo en su lugar, el escalofrío más terrible que pueda imaginar, me atraviesa de atrás hacia adelante. Es, imagino, como la sensación que tendría si alguien me clavara una lanza, que rompiéndome la espalda me atravesara el pecho.

Al hilo de estos de estos recuerdos, me vienen a la memoria unas palabras como puñales que hurgaron en mi corazón e hicieron tamaña herida que el tiempo, que todo lo cura, ha sido incapaz de sanar. Un día, hablando con ella, me dijo que cuando acabara en su colegio, estudiaría donde yo, en el Instituto (aquellos antiguos INB que han pasado a mejor gloria por desgracia) como cualquier hijo de vecino. Fue tal el dolor que sentí, tal la impotencia, la pena y la compasión (sin duda, este último es el peor de los sentimientos que pueda sentir un ser humano por otro), como señalaba, tal la compasión que este queridísimo ser despertó en mi alma que apenas pude reprimir las lágrimas que, ávidas, invadidas por un deseo compulsivo de salir, de vaciarse como el hombre en el acto carnal, intentaban inundar mis ojos. Después, a solas, en la cama y a oscuras, lloré cobardemente al recordar la situación. ¡Cuándo aprenderemos los hombres a ser valientes! ¡Cuándo tendremos las agallas para llorar públicamente y mostrar que también somos humanos como ellas! Probablemente por eso nuestra esperanza de vida sea menor al de nuestras (en sentido afectivo que no posesivo; somos tal vez nosotros los suyos) mujeres porque reprimimos nuestro dolor. Lo cierto es que durante unos días la sensación que me reconcomía por dentro era como una ascua ardiente y lacerante, como una insaciable y hambrienta gangrena, que oprimía, quemaba y ajaba mi pecho, posiblemente porque, como si de un mosquetero se tratará, amenazaba mi corazón con su espada contra las paredes de carne, huesos y sangre de mi cuerpo.
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